"Quienes
no se mueven no notan sus cadenas"
Rosa
Luxemburgo
Un
determinante de los regímenes militares es la idea de jerarquía social,
herencia ideológica y económica de la clase social oligárquica. En los primeros
pasos de los estados independientes de América latina, se establece un nuevo
grupo de dominio entre los emergentes comerciantes, mineros, hacendados y
cafetaleros, con sus respectivas consecuencias. La Oligarquía tuvo un extenso
periodo de desarrollo y predominio en el que primeramente capturaron el poder
económico con la explotación de recursos y la consiguiente acumulación de
capital entre familias, para posteriormente conquistar el poder del estado. De
esta manera, la capacidad de decisión se concentraba en un grupo social
reducido, vinculado familiarmente. En los relatos historiográficos del periodo
de modernización figuran dinastías como la de Melendez-Quiñones, cafetaleros de
El Salvador; los Cousiño, carboníferos en Chile; los Gildemeister, salitreros
en Perú; los Santamarina, terratenientes en Argentina, y otras familias
enriquecidas efecto de la activación del comercio exterior con la sociedad
europea de la era industrial, que junto al protagonismo económico erigen un
poder simbólico detentado a través de una determinada forma de vida, basada en
el lujo y la arrogancia, que los caracterizó como referentes sociales.
La
oligarquía, no fue una clase social propiamente tal, sino más bien, una
categoría política, que cohesionados por sus intereses económicos ejercieron
opresión y dominio. Organizaron la sociedad a partir del concepto de hacienda
como cónclave de la institución familiar. Establecieron además una particular
forma de relación entre empleador y empleado (inquilinaje en sectores rurales)
con fuerte dependencia económica y un naturalizado ejercicio de la coerción física.
El poder económico de la oligarquía prontamente trascendió a lo político, ya
que la apropiación y control de la masa trabajadora le permitió utilizarla como
estrategia en las contiendas electorales haciendo uso del voto de sus obreros.
Sin duda, este modelo de relación laboral ha dejado marcas indelebles en el
inconsciente colectivo latinoamericano, que emerge como recuerdo traumático en
la literatura, en textos como Casa de Campo (José Donoso, 1978), La Casa de Los
Espíritus (Isabel Allende, 1982), que narran el inquilinaje campesino y sus
relaciones de opresión y sumisión. Por otra parte, Baltazar Castro y Baldomero
Lillo, escriben sobre la traumática experiencia de los trabajadores mineros en
Sewel (Chile-1953) y Sub-Terra (1904). Junto al trauma del martirio y
explotación del trabajador, América Latina conserva una singular manera
paternalista de relacionarse con las clases privilegiadas y sus valores
asociados, como el dinero y el poder.
La
explotación de los estratos sociales bajos, a través del inquilinato (agrícola)
o el esclavismo (cafetalero) contribuyeron a la construcción de una idea de
poder político-económico hegemónico, centralizado y paternalista, alrededor del
cual se ampara la población, en una relación de supervivencia, que comprendía
además, fidelidad y sumisión, trascendiendo de lo material, hacia lo
ideológico. Es importante mencionar que las oligarquías desarrollaron
exclusivamente el modelo monoproductor. La aguda
dependencia de la exportación de monocultivos como el café y el azúcar en
Centro América, y la explotación del salitre y el estaño en América del Sur,
generó la gran crisis económica durante la primera guerra mundial, cuando
Europa redujo considerablemente el nivel de importaciones, arrastrando consigo el
derrumbe del modelo, el empobrecimiento de los países del continente americano
y su consiguiente retraso tecnológico respecto a Europa. La idea de
modernización neoliberal y capitalista será la apuesta fundamental de las
dictaduras militares en Latinoamérica.
Durante el
predominio de la clase oligárquica, los Estados debieron enfrentar una serie de
conflictos de clase (la amplia brecha social abre paso a la lucha social);
conflictos étnicos (el despojo de tierras indígenas y su consiguiente
descontento) y territoriales (como la Guerra del Pacífico del cono sur por el
dominio de las salitreras) que generaron la necesidad de una fuerza que apoyara
y resguardara sus intereses políticos y económicos. Para ello, la oligarquía
invirtió en la formación e instrucción de un ejército que hasta entonces no
existía. La prosperidad del momento facilitó una inversión cuantiosa en la
profesionalización militar en la línea germánico-prusiana, reorientando la
formación militar que existía hasta el momento, conformando un cuerpo militar
al servicio de los intereses e ideología de la clase oligárquica. En lo
económico, resguardó sus intereses de clase; en lo racial se hace parte del
menosprecio y el despojo del indígena; en lo social, es un agente represivo de
la contienda social y en lo político, aprueba el autoritarismo y el empleo
legítimo de la violencia.
La
prusianización del ejército erigió la imagen del militar-autoridad, con
participación política y legítimo poder represivo, que se adosará al imaginario
Latino Americano en su desarrollo histórico y potenciará las dictaduras. El
pacto colaborativo entre clase dominante y milicia permitieron un acuerdo
apropiado para excluir a los sectores rurales y a las clases trabajadoras
urbanas del empoderamiento político y la repartición de privilegios sociales,
logrando un control extremo de la economía y las decisiones gubernamentales.
Algunas regiones dividieron las tareas de gobierno: militares ejercían el poder
político y comerciantes exportadores, junto a sectores de clase media urbana,
controlaban la economía, respetándose y colaborándose entre ellos (Bradford,
1985). Las agudas diferencias sociales y la pauperización del trabajador
decantaron en la cuestión social. La llegada de ideas marxistas significó posteriormente
la lucha armada (revolución cubana, movimientos guerrilleros en Perú, Bolivia y
Venezuela), con un trabajador convertido en proletario, contra una oligarquía
convertida en Burguesía. Sin haber vivido un proceso de revolución industrial,
América Latina se comprendió a sí misma desde la lucha de clases, con
dramáticos enfrentamientos que la literatura se encarga de rememorar. La
llegada del pensamiento socialista a Latinoamérica, trae consigo demandas
armadas, manifestaciones masivas y la aparición del populismo, encarnado en
figuras como la de Odría en Perú y Perón en Argentina. Aquellos países que no
articularon conflictos armados, desarrollaron una “lucha preventiva” contra las
guerrillas revolucionarias. Combatir la expansión de las izquierdas fue uno de
los principales móviles militares. Los sectores conservadores asignaron a las
Fuerzas Armadas la represión de los movimientos insurgentes aprobando con
unanimidad el uso de la violencia sin medida. Había nacido en América Latina,
el principal enemigo de los dictadores: el marxismo. Con la izquierdización de
la región, los países llegaron a polarizarse hasta el punto dividirse en,
literalmente, dos bandos que mantenían un conflicto de carácter clasista,
institucional y político, definiendo las contiendas de las próximas décadas. Sin
embargo el marxismo, en un territorio fuertemente marcado por el sincretismo,
se funde con el catolicismo hasta convertirse en una extraña amalgama de
religión y política, en la que el socialismo es el evangelio. Los marxistas
latinoamericanos, más que un aporte a la teoría, entregan un tinte místico a la
doctrina, que se traduce en una particular forma de ser apóstol-marxista en
América. Mariátegui contribuye a la visión
religiosa de la izquierda desplazando el carácter científico atribuido por el
marxismo ortodoxo hacia la fe y la pasión mística religiosa y espiritual. La
unión entre izquierda y religión se consagra en la Teoría
de la Liberación con representantes como Ernesto Cardenal (Nicaragua, 1925),
Enrique Dussel (Argentina, 1934) y Fernando Lugo (Paraguay, 1951) quienes
levantan un cuerpo teórico teológico comprometido socialmente.
Las
dictaduras emergen como una manera de enfrentar el desarrollo de los
movimientos socialistas que irrumpen en los años 30, con el componente
posterior de la guerra fría y la consolidación de Estados Unidos como potencia
internacional tras la segunda guerra mundial. Efectivamente, el posicionamiento
de EEUU en la jerarquía mundial, es determinante al examinar los golpes de
estado militares avalados por Norte América. Lo habitual era que militares
buscaran el consentimiento de la embajada norteamericana antes de dar el golpe
de estado, de esta forma obtener una mayor legitimidad y reconocimiento
internacional. Esto, sin contar con los quiebres del orden institucional que
fueron directamente impulsados desde Washington. Estados Unidos reforzó la
posición de los golpistas invirtiendo millones de dólares en los ejércitos
latinoamericanos, especialmente con préstamos que permitieron renovar el vetusto armamento disponible. Una excepción a esta
situación la protagoniza Perú y el levantamiento militar de 1968. Las
determinaciones del Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas, lejos de
contar con el apoyo norteamericano, significaron tensiones gubernamentales que
fueron solucionadas posteriormente por la vía diplomática.
Pero si las
Dictaduras llegan a concretarse, no es tan solo por el apoyo norteamericano, es
porque encontraron un espacio apropiado en la sociedad latinoamericana,
heredera de las fuertes diferencias sociales de la etapa oligárquica. Una
sociedad jerarquizada, que hereda el paternalismo benefactor de la clase
gubernamental y el autoritarismo militar prusiano. Una sociedad que hereda
también el desprecio hacia el indígena, que si bien se mantuvo siempre en lucha
constante por el acceso a la tierra, fueron las dictaduras quienes reprimieron
con mayor fuerza a las comunidades existentes. Todas ellas son huellas
indelebles que se manifestarán en la búsqueda constante de la superación de las
desigualdades, inequidades expresadas en la institucionalidad, hasta llegar a
identificarse como una característica propia de los países denominados.
La imagen
del dictador
Aunque la
presencia militar es constante en toda la historia de la América independiente,
es en las décadas de los 60 y los 70 que los golpes militares se repitieron
frecuentemente. Un general, o coronel, con apoyo de sus compañeros se lanzaba a
la conquista del poder, o bien una corporación militar en pleno, intervenía en
la vida política. Sin embargo, y a pesar de resaltar que las intervenciones han
sido generalmente corporativas, en el imaginario
Latinoamericano ha perdurado indeleble la figura del Dictador. No se puede
dejar de reconocer la incidencia de las características personales del dictador
en la percepción de los periodos autoritarios. El dictador asume el rol de
líder de un grupo político asociado a la burguesía, al conservadurismo, o a la
derecha. Personalidades obsesivas, egocéntricas, con componentes sicopáticos,
de alto carisma y poder de convencimiento. Los dictadores encarnan la fantasía paternalista del protectorbenefactor del pueblo, que
en lógica de “El Príncipe” de Maquiavelo, se atribuyen
atributos de sabiduría para guiar al resto de los ciudadanos. El poder
se concentra en el dictador, aunque será común observar a otros representantes
ejerciendo la dirección del país, manipulado por el verdadero cabecilla del
gobierno. Esta modalidad de ejercer el poder desde un cargo paralelo a la
presidencia se utilizó frecuentemente para “blanquear” las imágenes
democráticas del país. Stroessner en Paraguay, Videla en Argentina, Pinochet en
Chile, Trujillo en República Dominicana, proyectan una perturbadora imagen
humana que ha sido objeto constante de la literatura, intentado aprehender las
distorsionadas personalidades de dictadores.