La propuesta de un concepto muerto que nace como
consecuencia de una elaboración del asesinato del padre, y que da origen a la
cultura, es un argumento más para los que descartan que exista un espacio común
para la reflexión. Estos autores nos ayudan a entender por qué los discursos se
desparraman sin la menor intención de encontrarse. Nos presentan a Dios en la
vitrina de un peculiar museo antropológico. El de la sala de las lenguas, el de
las estructuras sociales, el de los procesos psíquicos o la historia de las
ideas. A este museo se suman Albert Kasanda, presentando el concepto negro
africano de Dios, Jorge Velásquez Delgado, que habla de Marsilio Ficino y el
Renacimiento italiano, y Armando Cíntora, que analiza los fundamentos de la
axiología propuestos por Larry Laudan. Al parecer este podría ser el destino de
todo debate filosófico que aborda el tema del concepto de Dios. El de presentar
la historia de una secularización que terminó avergonzándose de su pasado, de
haber sido tan ingenua o inmadura, por haber podido creer en algo así. La
reflexión filosófica en torno a la divinidad parece un ejercicio expiatorio, un
intento por separarse de lo que se presenta como un momento ya superado en el
desarrollo humano. ¿Será este el sentido de esta recopilación: el reconocer que
su búsqueda corresponde a un desarrollo incompleto de la psique humana o a los
intereses de clase o a un uso incorrecto del lenguaje? Luis Villoro nos
presenta una reflexión que titula “El concepto de Dios y la pregunta por el
sentido”. El filósofo no considera que el análisis del lenguaje haya dicho su
última palabra en torno a la búsqueda de sentido. Nos sugiere retomar el debate
recordándonos que si la pregunta es por el sentido debemos clarificar de qué
estamos hablando. Al respecto nos sugiere que: “Podemos ahora proponer una definición
aproximada: tener sentido es un elemento integrado en una totalidad de modo que
adquiera valor en ella. El sentido de un hecho o de un ente es, pues, aquello
por lo cual pertenece a un todouno”.
El mundo es la suma de los hechos. Decir que la Divinidad es el sentido del mundo es afirmar que no puede ser un hecho más en esa suma, aunque puede manifestarse en todo hecho. Por ello, la Divinidad es trascendente a cualquier hecho. No porque fuera una entidad existente en otra región de hechos (en un cielo o un trasmundo) sino porque no es un ente, sino aquello por lo que todo ente tiene sentido y valor. Si enumeramos todas las cosas que componen el universo, la Divinidad no podría aparecer en esa suma; al igual que el sentido y el valor de una vida no podrían registrarse como un acontecimiento entre los que la componen, ni el sentido de una máquina de reduce a uno de sus engranes. La pregunta por el sentido se sitúa a una distancia razonada del mundo que la enuncia. La dispersión de los conceptos se produce en un discurso que lo permita enlazar a partir de sus desencuentros. El mundo de los hombres se deconstruye ante la comprensión de un hombre que lo puede seguir expresando. El rescate del sentido surge de las ruinas, de los escombros de una Torre de Babel que simboliza el discurso de la modernidad. Las obras de reconstrucción han permitido toda ingenuidad. Como parte de esta tarea se exige una revisión de la historia de la filosofía. Volver a la escena del crimen y reconstruir los hechos. Dulce María Granja acude puntualmente a la cita y nos aclara que: “Según el método kantiano, Dios no es ya un ser trascendente, es decir, el objeto supremo que existe más allá de toda experiencia. Ahora pasará a ser un ideal trascendental”.
Pero ¿para qué fin puede haber sido creada la negación de Dios? Esta puede ser elevada mediante actos de caridad. Porque si alguien acude a ti y te pide ayuda, no lo despedirás con palabras piadosas, diciéndole: ‘¡Ten fe y cuenta tus penas a Dios!’ Actuarás como si no hubiera Dios, como si hubiera una sola persona que pudiera ayudar a ese hombre, sólo tú mismo.
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