"Si el sentido de la
política es la libertad, esto quiere decir que en éste ámbito y en ningún otro
tenemos el derecho de esperar milagros. No porque fuéramos supersticiosos, sino
porque los hombres, en la medida que pueden actuar están en condiciones de
realizar lo inverosímil y lo incalculable, y lo realizan habitualmente, lo
sepan o no".
Hannah Arendt.
EL LAMENTO DEL POLÍTICO
Un dirigente político se lamentaba de
que los afiliados de su partido no le comprendían, decía, con cierta amargura,
que en política había que aprender a vivir con la decepción. Cierto, pero
equivocado. Primero, porque cuando alguien no te comprende, y no se trata de un
caso aislado, sucede al igual que cuando un profesor se queja de que sus
alumnos en clases no le siguen. El problema no se encuentra en los alumnos,
sino en el profesor, cuya pedagogía, método, y puede que, hasta los contenidos
de sus enseñanzas, no sean los correctos.
Poner el dedo en los demás, en vez de asumir la propia
responsabilidad, no es, digámoslo así, muy responsable. Buenas intenciones
aparte, pero sólo con buenas intenciones, no se sale adelante en la educación,
ni en muchos otros ámbitos de la vida, y menos en política. Y, en segundo
lugar, porque es cierto que, en la política, como en la vida, hemos de aprender
a vivir con la decepción. Pero equivocado, porque en la vida, como en la
política, nunca podemos resignarnos a ella. Yo me rebelo, luego somos,
palabras de uno de los filósofos, Albert Camus, que más aprendieron de la
decepción, que más la sufrió en su propia carne, y que nunca dejó de exigir y
exigirnos, que empleáramos cada aliento de nuestra vida por la dignidad propia,
que tan sólo puede conjugarse con honestidad en favor de la dignidad ajena, de
los que siempre pierden, de aquellos que siempre sufren.
No podría asegurarlo con certeza, pero es probable que
nuestro bienintencionado político hubiera leído a uno de nuestros más brillantes
pensadores críticos, Daniel Innerarity, que en un recomendable ensayo
titulado La transformación de la política, señala al igual que nuestro
destacado dirigente, que ésta debe ser un aprendizaje de la decepción, que
hemos de aprender a convivir con el fracaso o el éxito parcial, pues en política
no hay éxitos absolutos. Y para a explicar a qué se debe su afirmación, que al
examinarla a fondo dista mucho de la resignación a la decepción; Una de las
principales características de la política es la contingencia,
es decir los asuntos propios de la cosa pública han de ser por su
propia naturaleza de carácter abierto, decidibles, imprevisibles, opinables,
controvertidos, revisables. Existe un grave peligro de dejación de funciones
por parte de aquellos que han de vigilar, nuestros representantes, que la
política nos pertenezca los ciudadanos y pase ser cosa propia de
tecnócratas, fanáticos o profetas iluminados. Y basta echar un vistazo a
nuestro alrededor para ver con qué facilidad todos ellos pretenden aligerarnos
de la pesada carga de la política, dejar en sus manos pretendidamente
capacitadas, lo que debería estar en las nuestras, en las de los ciudadanos
comunes, o de los afiliados comunes, en caso de un partido político. De ahí,
que el dilema entre democracia directa y representativa sea un dilema muchas
veces falso, pues la representativa necesita del complemento de la otra para
legitimarse, y la directa del complemento de la otra para poder ejercer con
eficiencia. La directa debe habilitar herramientas que permitan tener
representantes con autonomía y margen de maniobra, si quiere ser efectiva, pero
la otra, la representativa necesita volver una y otra vez a legitimarse ante
quienes les eligieron, pues si no toman el pulso democráticamente, y con todas
las garantías-por ejemplo voto secreto e individual en cuestiones clave-, a la
hora de representar fielmente los intereses colectivos, sociales e ideológicos
de aquellos que les eligieron, pierden la legitimidad moral. Se quiebra la
confianza en los representantes por parte de los representados. Complejo, pero
sencillo. La democracia queda herida.
Una cosa bien diferente es entender la necesidad de consenso
dialogado y plural, sin ello no es posible la democracia, y otra, no dejar
claro que la discrepancia razonable no puede dejarse arrollar por el fervor por
el consenso. Las diferencias ideológicas que se agrupan colectivamente son un
elemento tan esencial de la democracia como el consenso, y permitir que estas
se enfrenten ideológicamente, como las diferentes cosmovisiones que son, es
imprescindible para la salud de nuestra política y de nuestra sociedad.
Innerarity señala una segunda característica de la
política; el diálogo, que tiene sus riesgos, cómo no, porque si este es
sincero, los resultados nunca habrán de estar garantizados, puede que el otro
me convenza a mí en parte o en todo, o al revés, por qué no puedo convencer al
otro en parte o en todo, siempre que sea un diálogo abierto y sincero y no se
recurra a torticeros atajos. Un tercer elemento asoma en el ejercicio de la
política; el riesgo, ya que los resultados nunca están garantizados, pero
no por ello debemos dejar de asumirlo, si en algún momento queremos dejar de
comportarnos como meros gestores de una realidad que no nos gusta. La política
es transformación, ilusión, nunca resignación, nunca rendirse a la decepción.
Entre la política entendida como técnica para gestionar realidades, y la
política entendida como arte para gestionar sueños, la diferencia es tan simple
como vivir en el miedo atrapado en un presente al que nos resignamos, o
atreverse a vivir el presente creando un futuro que nos ilusione.
Es necesario aceptar que en la política hay límites, porque
hay diálogo, porque hay que convivir con diferentes perspectivas, porque hay
que negociar con quienes piensan diferente, en aras al bien común. La
buena política tiene que ver siempre con el arte de lo posible, pero tan sólo
hace falta estar atentos a las enseñanzas de la historia para aprender que lo
posible fue alcanzado porque nunca nos rendimos a la decepción, nunca nos
resignamos, siempre apuntando a aquello que nos parecía imposible. Una cosa es
denunciar el engañoso juego de manos de populismos más interesados en llegar al
poder, que en verdad transformar la sociedad, y la otra renunciar a través del
empuje de la ilusión por lo imposible, a lograr lo posible. Todas las
conquistas sociales, se lograron gracias a colectivos que entendieron la
política conjugada de esta manera.
A la política le sucede como en el amor, que a veces se
llena de excusas, gestadas en el vientre de ese miedo a la incertidumbre, tan
propio de la naturaleza humana. Pero ésta, es parte ineludible de un sano
ejercicio de la democracia. Y entre las excusas más utilizadas, en el amor o la
política, se encuentra aquella de “no es el momento oportuno”. Siempre
resignándonos a que ya tocará aquello a lo que aspiramos. Es el suspiro del
pragmático, deja para mañana lo que pueda resultar costoso hoy. El problema es
que, si no tuviéramos de vez en cuando las voces de esos locos soñadores que
nunca se rindieron a la decepción, y que se negaron a dejar para mañana los
sueños del presente, nunca hubiéramos logrado nada como sociedad, y menos los
avances democráticos que nos definen como sociedades libres, y con un estado
social digno, justo e igualitario. Si en el amor siempre dejamos las cosas
importantes para luego, éste se morirá. Cómo no creer que, en lo colectivo, en
la política, eso habría de ser diferente.
La sumisión siempre limita nuestro horizonte de esperanza, y
sin ella la política se vuelve turbia. La política es radical, porque debe
serlo, porque radicales son los problemas que amenazan nuestra estructura como
sociedad, y esto no tiene nada que ver con la violencia, la imposición o la
imprudencia, tiene que ver con la radicalidad de ir al centro de los problemas
que ponen en cuestión nuestra cohesión como sociedad.
La democracia es una cuestión de derecho, de procedimiento,
de los medios que una sociedad tiene para llegar a unos fines. Si creemos que
estos son la justicia, la libertad, y la igualdad entonces ser demócrata es
creer que todos tenemos “derecho” a esos fines y que todos tenemos “derecho” a
participar por igual en la consecución de los mismos. Hubo un tiempo en que los
privilegiados quisieron mantener sus privilegios ante las revoluciones
democráticas que se avecinaban con el llamado “despotismo Ilustrado”, todo para
el pueblo, pero sin el pueblo. Ellos, que se consideraban los mejores, los más
inteligentes, debían guiar al pueblo como un rebaño hacia esos fines, porque el
pueblo no estaba preparado para tomar en sus manos su propio destino, ni tenían
la preparación, ni tenían la información necesaria para ello.
¿Dónde nos encontramos hoy día? Hay que elegir, o bien somos
parte de los dirigentes ilustrados que, con la mejor de las intenciones, pero
con el peor de los métodos, y la democracia no deja de ser cuestión de ello,
dirigimos, o somos parte del rebaño cada vez más irritado por ver que todo
cambia para que nada cambie. O puede, que haya una tercera vía, siendo fieles y
creyendo en los principios que inspiraron a aquellos cuyo pensamiento y cuyo
sacrificio dio lugar al nacimiento de las democracias sociales, libres e
igualitarias; creamos en, y actuemos por, el bien de todos, siendo solo una
parte más de ese todo al que se sirve, no se dirige despóticamente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario