Durante el pontificado de Inocencio III [1198 a
1216] se realizó la cruzada albigense, el
presente trabajo muestra las acciones que tomó el Papa con el fin de mitigar la
creciente simpatía de los llamados cátaros Perfectos. (basado en trabajos e investigación del profesor John Kekes)
Los Hechos
Los Cátaros vivieron
en Languedoc,
en el sur de Francia, durante las décadas anteriores y posteriores al año 1200
de nuestra era. Constituían una secta religiosa cuya creencia básica era que
había una diferencia radical entre el mundo espiritual y el mundo material. El
mundo espiritual había sido creado y estaba gobernado por Dios, y era bueno. El
mundo material había sido creado y estaba gobernado por el Demiurgo, y era
malo. En los seres humanos estos dos mundos se unían. El alma era
potencialmente buena porque Dios había puesto en ella la conciencia del bien.
Pero el cuerpo y todas sus funciones eran malos, pues habían sido creados por el
Demiurgo, que hizo a los seres humanos a su propia semejanza. Creían que la
salvación dependía de la renuncia a las posesiones materiales y de vivir una vida
tan espiritual como fuera posible. Los cátaros se daban cuenta de que esa vida
era exigente y difícil. Aquellos que se habían comprometido a ella eran
llamados Perfectos.
Eran célibes, vegetarianos, despojados de todo bien material y ascéticos. La mayoría de
ellos eran simpatizantes, no Perfectos, porque aunque aceptaban la verdad de
estas creencias, no actuaban según ella en forma constante. De todas maneras,
eran conocidos por la sencillez de sus vidas, la honestidad y la generosidad en
su trato con todos. El término “cátaro” deriva del
griego katharoi,
que significa “los puros”
[Para la historia, las creencias y la persecución de los cátaros, sigo a
Stephen O`Shea, The Perfect Heresy, Walter, Nueva Cork, 2000, mencionado en
adelante como PH; y Jonathan Sumption, The Alhigensian Crusade, Faber & Faber,
Londres. 1978, mencionado en adelante como AC. Ambos están citados directamente
en el texto]. Las implicaciones de las creencias estaban en profundo desacuerdo
con la ortodoxia cristiana dominante. Los cátaros insistían en negar que Dios
lo hubiera creado todo y que fuera omnipotente, pues el mundo material había
sido creado por el Demiurgo, y que Dios no tenía poder sobre él. Y tampoco
Jesús podía ser hijo de Dios porque tenía un cuerpo y era malo, y Dios no podía
ser malo. Además, como todo el mundo material era malo, también lo eran la
iglesia, su jerarquía, sus prácticas, así como el sexo y la procreación, la
riqueza, el poder, la guerra, el status social, etc.
La mayoría de los cátaros eran simples, poco reflexivos, analfabetos y
luchaban duro para ganarse la vida. El hecho era que estaban sólo influidos por
el sermón y el ejemplo de un Perfecto errante, y no tenían la menor idea
de las implicaciones no ortodoxas de sus creencias. Incluso es dudoso que
muchos de los Perfectos mismos se dieran cuenta del alcance completo de esas
implicaciones. Los más preparados se veían a sí mismos como rechazando la
mundanidad y la corrupción de muchos sacerdotes y, por lo tanto, defendiendo de
esa manera el espíritu verdadero del cristianismo. Ciertamente no querían
cambiar el mundo, ya que creían que éste era irremediablemente malo. No tenían
ningún interés teológico o político. Buscaban la salvación para sí y para los
demás viviendo en preparación para una vida mejor en el mundo espiritual.
Pero las autoridades eclesiásticas, primero en Languedoc y después en
Roma, sabían muy bien que el credo de los cátaros estaba en total desacuerdo
con sus creencias más básicas. Veían a los cátaros como una subversión de las
bases mismas del cristianismo. También les preocupaba que los cátaros fueran
muy populares el Languedoc, pues la gente admiraba a los Perfectos, comparados
con los cuales los sacerdotes y los obispos, cuya manera de vivir se desviaba
mucho más del modelo de perfección cristiana que la de aquellos, siempre salían
mal parados.
La Iglesia, por lo tanto, se sintió obligada a tomar medidas. Primero los
sacerdotes locales predicaron en contra de los cátaros y ponían de relieve su
negación de la fe. Pero eso no daba resultados. Los cátaros fueron calumniados
con mentiras, según las cuales eran adoradores del demonio que creían que
Satanás era el creador del cielo y la tierra, que repudiaban el control del
sexo, que negaban que los Perfectos pudieran pecar y por ello los alentaban a
hacer que los quisieran, y hacían derivar su nombre del latín “catus”, que
significa gato [Véase Norma Cohn, Europe`s Inner Demonss, Paladín, Londres, 1976, pp.22 y
25], que es la forma que Lucifer se les aparece y al que adoran besando el
ano del gato. Como estas mentiras absurdas no lograron hacer mella en la
popularidad de los cátaros, el papa Inocencio III intervino
y declaró que aquella doctrina era una herejía.
Este fue un tema sumamente serio con consecuencias fatales. “El caso del
hereje, que aceptaba la misma revelación que su vecino ortodoxo pero le daba
una interpretación diferente, distorsionándola corrompiéndola, apartando a los
hombres de su salvación, era mucho más grave que el caso del no creyente. La
herejía era un veneno que se extendía, y una comunidad que la tolerara invitaba
a Dios a que le retirara su protección” [AC 41]. Santo Tomás de Aquino lo
expone de esta manera: “La herejía es un pecado que no solamente merece la
excomunión, sino también la muerte, pues es peor corromper la Fe, que es
la vida del alma, que acuñar monedas falsas para que circulen en la vida
secular. Así como los falsificadores son justamente castigados con la muerte
por los príncipes como enemigos del bien común, de la misma manera los herejes
merecen el mismo castigo”[Tomás de Aquino, Summa Theologie, 2,2, q. xi 3,
citado y traducido por R.W.Southern, Western Society and The Church in the
Middle Ages, Penguin, Harmondsworth, Reino Unido, 1970, P.17, En adelante
citado como WSC directamente en el texto], así pues la declaración del papa
condenaba a los cátaros.
Una poderosa máquina eclesiástica fue puesta en marcha para extirpar el
catarismo, que finalmente produjo la cruzada albigense, llamada
así por la cuidad de Albi, donde vivían muchos cátaros. El escenario estaba
listo para unos de los episodios más deplorables en la historia del
cristianismo. “Nadie desconoce… las pasiones homicidas que se encendieron
durante la cruzada albigense. Incluso en una era generalmente considerada cruel…
la campaña contra los cátaros y sus partidarios se destaca por su absoluta
crueldad” [PH 6]. Un medievalista de mente amplia e imparcial dice que “quienes
tenían la autoridad en la iglesia… fueron responsables de algunos actos
terribles de violencia y crueldad, entre los cuales la cruzada albigense ocupa
un lugar de particular horror”. Fue “una de las más despiadadas de
todas las guerras medievales. La fe finalmente se impuso, como Inocencio III
había previsto, pero las consecuencias de la cruzada albigense fueron mucho más
allá de sus objetivos”. Entre esas consecuencias está hecho de que “los
siglos XI y XII inauguraron lo que iba a ser un cambio permanente en la
sociedad occidental.
La persecución se convirtió en algo habitual. Es decir que
no solo las personas individuales se vieron sujetas a la violencia, sino que la
violencia deliberada y socialmente aceptada empezó a ser dirigida, a través de
instituciones gubernamentales, judiciales y sociales establecidas, contra
grupos de personas definidas por características generales como la raza, la
religión o el estilo de vida, y el solo hecho de pertenecer a esos grupos llegó
a ser considerado como justificación para esos ataques [Robert I.
Moore, The Formation of a Persecuting Society, Blackwell, Oxford, 1987, p.5] Como
no tenía tropas propias, Inocencio III tuvo que convencer a otros para
que llevaran a cabo la cruzada. Esto lo logró prometiéndole al Rey de
Francia, Felipe II Augusto,
el derecho a disponer de todos los territorios conquistados en Languedoc,
una parte importante de los futuros ingresos de la iglesia en Francia y,
por último, pero no menos importante, el perdón de los pecados de los
cruzados obtenido por la apelación personal de Inocencio a Dios. Felipe Augusto encontró
que esos términos eran aceptables y reclutó a sus caballeros con sus ejércitos
para la cruzada. Entre los más notables de todos ellos estaba Simon de Montfort,
un guerrero inglés sin tierras que se convirtió finalmente en el jefe secular
de la cruzada. Iba a recibir de Felipe Augusto todas las tierras que ganara por
la fuerza de las armas. Montfort “detestaba la herejía con un odio feroz, y
auténticamente consideraba que su propio avance era parte del plan de la
Providencia para acompañar su destrucción. Creía que “mi trabajo es el
trabajo de Cristo”. Era “un atleta de Cristo”, un instrumento de la cólera de
Dios …Era un asceta,
un fanático” [AC 101].
La cruzada también tenía un jefe religioso, Arnold Amaury, el jefe de la
orden de los monjes cistercienses, a quien el papa de dio la autoridad total
para que dirigiera la cruzada tal como él considerara adecuado, siempre y
cuando el catarismo fuera destruido. Pero el papa dejó claro cuál debía ser la
línea general que Amaury debía seguir. En sus cartas, Inocencio III hablaba del
catarismo como de una “peste aborrecible”, un “cáncer que se extiende” y como
“lobos infames en medio del rebaño del señor” [AC 67]. Escribió a los cruzados:
“Adelante, voluntarios del ejército de Dios! Avanzad con el grito de angustia
de la Iglesia resonando en vuestros oídos. Llenad vuestras almas con
rabia piadosa para vengar el insulto hecho al Señor” [AC 77]. Y a Amaury le
escribió: “Usad la astucia y el engaño como armas, pues en estas circunstancias
el engaño no es más que prudencia”[AC 81].
La cruzada comenzó en 1209. Su magnitud inicial fue calculada en cerca de
veinte mil hombres, lo que la convertía en una enorme fuerza para los niveles
de la época, cuando una fuerza en pie de guerra rara vez llegaba a los mil
hombres. La cruzada fue sumamente impopular en Languedoc porque su ofensiva
significó la imposición del poder francés sobre el principado – hasta ese momento
más o menos independiente – y porque los cruzados vivían de lo que apoderaban
de la región, produciendo grandes daños y requisando recursos, con los que
privaban a la gente de lo necesario para vivir. La nobleza y la población en
general se pusieron de parte de los cátaros pues ellos eran sus conciudadanos,
a menudo vecinos, y a quienes se conocía como personas pacíficas, puras e
inofensivas. La gente del Languedoc dio refugio y protección a los cátaros,
opuso resistencia a los cruzados, con terribles consecuencias para ambos.
La primera cuidad que sitiaron los defensores fue Breziers. Cuando los
caballeros le preguntaron a Amaury cómo podían distinguir entre católicos y
cátaros, el sacerdote les dijo: “Matadlos a todos, Dios reconocerá a los
suyos” [PH 5, 83]. Y eso fue lo que hicieron. El ejército de Dios masacró
a unas veinte mil personas, hombres, mujeres y niños, fieles católicos y
cátaros heréticos, y luego, para estar seguro, quemó el pueblo. Amaury escribió
al papa: “Casi veinte mil ciudadanos fueron pasados por la espada, sin
considerar edad ni sexo. El funcionamiento de la venganza divina ha sido
maravilloso” [PH 87].
Los cruzados se dirigieron luego a Carcassone. Su defensor, el
vizconde Trancavel, con la intención de evitar el destino de Breziers, propuso
negociar la rendición. Se le prometió un salvoconducto, y salió solo de la
ciudad para dirigirse al campamento de los cruzados, donde esperaba negociar la
rendición. Pero no hubo negociación alguna. Fue encadenado y después “esposado
a la pared de su propio calabozo”, donde “ tres meses después, el otrora
saludable Trancavel fue
encontrado muerto” [PH 100, 101].
Al pueblo de Carcassone se le permitió abandonar la ciudad, siempre que
dejaran allí todos sus bienes. La ciudad y todo lo que había en ella pasó a ser
propiedad de Montfort, quien también sucedió a Trancavel como gobernante.
Amaury, por su parte, siguió fielmente el consejo del papa cuando, en
contravención de las reglas establecidas para la guerra, quebrantó la promesa
del salvoconducto, al usar “la astucia y el engaño como armas, pues… el engaño
no es más que prudencia” [AC 81].
Luego fue el turno de la ciudad de Bram. La gente del pueblo más cercano
se enteró del destino de esa ciudad al ver “una procesión de unos cien hombres
que avanzaban tropezando en fila de a uno… Los hombres exhaustos y gimiendo
eran los defensores derrotados de Bram; caminaban con dificultad… con la cara
mirando el suelo, un brazo extendido tocando el hombro del hombre que iba
delante en la fila… Los hombres habían sido cegados, sus ojos arrancados por
los iracundos vencedores… a todos se les había cortado la nariz y el labio
superior… a su jefe… se le había dejado el ojo izquierdo para que pudiera guiar
a sus compañeros” [PH 106]. Los cruzados estaban ciertamente imbuidos de la
“rabia piadosa de vengar el insulto hecho al Señor” [AC 77] que el papa les
había alentado a descargar. Para que hubiera ninguna duda respecto al asunto,
el papa renovaba el llamado a la cruzada todos los años [PH 109].
Muchos cátaros Perfectos se refugiaron en la fortaleza de Minerva, que fue
tomada por Montfort en 1210. Ofreció a los Perfectos que eligieran entre morir
y renunciar a sus creencias. De los ciento cuarenta Perfectos, tres decidieron
vivir. Los demás fueron “atados a los postes sobre grandes pilas de leña y
astillas. Se encendió el fuego”. Un cronista que simpatizaba con la cruzada
dice que “luego sus cadáveres fueron amontonados y se arrojó barro con palas
sobre ellos para que ningún hedor de aquellos horribles seres pudiera molestar
a nuestras fuerzas extranjeras” [PH 116].
En 1211 Montfort puso sitio a la ciudad de Lavaur. Una vez más tuvo éxito.
“Los ochenta caballeros que habían dirigido la defensa – junto con Aimery, que
los conducía -… fueron todos colgados, en atroz de las reglas de la guerra”.
Pero ese fue solamente el comienzo. Geralda, la hermana de Aimery, fue
“arrojada a un pozo y luego apedreada hasta la muerte”, un acto que, “incluso
para las costumbres de la época… fue sorprendente”. Además, Montfort y Amaury
“encontraron cuatrocientos Perfectos en Lavaur. Mientras…se cantaba el Tedeum,
los cátaros eran… quemados, en la más grande hoguera humana de la
Edad Media [PH 130, 31].
El último asesinato masivo de cátaros tuvo lugar en 1244. La fortaleza de
Montsegur se rindió, y a los doscientos cátaros Perfectos allí refugiados se
les concedieron dos semanas para renunciar a sus creencias o ser quemados.
Ninguno escogió renunciar. Todos murieron en el fuego que se había encendido
para defender la fe contra estas personas inofensivas cuya creencia en que el
mundo material era malo fue tan claramente confirmada por la Iglesia.
Después de esto, la campaña militar lentamente llegó a su fin, pero el
exterminio de los cátaros continuó. El papa encomendó la persecución de los
sospechosos de herejía a la recién fundada orden de los frailes dominicos (uno
de cuyos más renombrado miembros fue Tomás de Aquino). Lo que sigue es un
ejemplo de cómo procedían. Una anciana, sospechosa de ser cátara, yacía moribunda.
Su traicionero criado llamó al obispo dominico de la ciudad, quien, fingiendo
ser cátaro Perfecto, obtuvo de la moribunda una profesión de fe cátara.
Entonces reveló su verdadera identidad, declaró que la mujer era un hereje
impenitente, la hizo azotar en su cama ya que estaba demasiado débil como para
moverse por si misma y ordenó que fuera arrojada a las llamas que ya había
encendido. Un dominico, testigo de estos hechos señala: “Una vez hecho esto. El
obispo y sus monjes… regresaron al refectorio y, después de dar gracias a Dios
y Santo Domingo, se dispusieron alegremente a comer la comida que tenían ante
ellos [PH 192, 93]. Más adelante, los dominicos fueron puestos a cargo
de la Inquisición, que comenzó a funcionar aproximadamente en ese mismo tiempo,
pero para entonces iban a tenor otros objetivos, ya que no eran muchos los
cátaros que quedaban. Así, pues, la cruzada albigense logró su propósito, al
igual que el rey francés, ya que desde entonces el Languedoc ha sido un
departamento de Francia.
Si el mal es un daño grave, excesivo, malévolo y moralmente inexcusable
causado por seres humanos a otros seres humanos, entonces lo que hizo con los
cátaros fue malo.
La Usurpación
En la Iglesia Católica el papa es considerado el representado
del mismo Dios en la tierra y, conlleva sobre si, toda la omnipotencia divina y
la autoridad para atar y desatar lo que su criterio convenga. Visto
de este modo, las cruzadas fueron hechos completamente legales y sus consecuencias
éticas y morales estaban reconocidas por Dios. No extraña entonces que para el Papa, los actos de crueldad no fuesen vistos de esa manera, al contrario,
habiéndolos ordenado él mismo obedecía a un fin supremo; el terminar con los
paganos que infringían la fe.
Sin analizar valóricamente las acciones encomendadas por el papa y, sin
tomar en cuenta las implicancias éticas, daremos un vistazo a la cuestión
teológica que se alude desde los inicios de la iglesia Católica hasta nuestros
tiempos, y que es el testimonio del porque el papa asume con pleno poder la
herencia recibida de Simón Pedro el apóstol.
El Papa es el representante de Dios en la tierra, representación que ha
ido de sucesor a sucesor como cabeza de la iglesia Católica y a su vez esta
supremacía, nace del legado de Pedro.
Las Excusas
Si el mal es un daño grave, excesivo, malévolo y moralmente inexcusable
causados por seres humanos a otros seres humanos, entonces lo que se hizo con
los cátaros fue malo. Obviamente, sin embargo, ninguno de los cruzados lo
pensaba de esa manera. Ellos parecen haber creído sinceramente que lo que
hicieron u ordenaron que se hiciera era bueno, no malo. Ninguna persona
razonable puede negar que los cruzados causaron un daño serio, excesivo y
malévolo a otros. Pero eso puede ser disculpado –como castigo justo, defensa
propia o la prevención de un mal mayor- y quizás esta era la creencia que
motivó a los perseguidores de los cátaros. De modo de que la pregunta acerca de
si lo que se hizo era bueno o malo se reduce a la cuestión de si era excusable
desde el punto de vista moral. ¿Cuál podría ser la excusa para la tortura, la
mutilación y el asesinato masivo que fueron llevado a cabo?
Tal vez la herejía de los cátaros deba ser comprendida en su más amplio
contexto teológico e histórico. Al hacerlo de este forma, las acciones de la
jerarquía religiosa y secular serán vistas como fuerzas del bien y no del mal.
Southern dice sobre la Edad Media temprana que “todos estaban de
acuerdo en que un poder coercitivo universal residía en la Iglesia… El
propósito del gobierno humano era dirigir a los hombres hacia un único sendero
cristiano. NO había liberalismo en la Edad Media… Todos pensaban que
la coerción debía ser usada mientras se pudiera esperar tener éxito, y que
debía ser usada para promover la doctrina y la disciplina del cristianismo
ortodoxo. En lo que hace conducir a los hombres por este camino, la
Iglesia era una única fuente legítima de poder coercitivo [WSC 21-21]. Por
supuesto, son cosas diferentes reclamar el derecho a la coerción y que ese
derecho sea en general reconocido. Pero así se los admitía, y tenemos que
comprender por qué monarcas fuertes que disponían de grandes ejércitos y
riquezas lo reconocían de este modo. La razón era que “la Iglesia era
mucho más que la fuente del poder coercitivo… Era el arca de la salvación en un
mar de destrucción… Pertenecer a la Iglesia era lo que daba a los
hombres un propósito del todo inteligible y un lugar en el universo de
Dios. De modo que la Iglesia era no solo un estado. Era el
estado. No era solo una sociedad; era la sociedad… No solo toda la actividad
política, sino también toda la cultura y el pensamiento eran funciones
de la Iglesia… y los convertía en instrumentos del bienestar humano en
este mundo. A todo esto se añade el don de la salvación… que era posesión final
y exclusiva de sus miembros… Era la sociedad de la humanidad racional y
redimida” [WSC 22]. Así, pues, la Iglesia no era una institución
entre otras. Era el marco de referencia en que las instituciones podían
existir, la vida intelectual podía continuar y la salvación podía ser recibida.
Cuestionar a la Iglesia enla Edad Media temprana significaba
poner en peligro la posibilidad de la vida civilizada. Esa es la razón por la
cual las prerrogativas de la Iglesiaeran reconocidas incluso por aquellos
que tenían el poder de oponérsele.
Cuáles eran esas prerrogativas fue expuesto por Gregorio VII, que fue papa
desde 1073 hasta 1085. Entre otras: “El papa no puede ser juzgado por
nadie; la Iglesia romana nunca se ha equivocado y nunca se equivocará
hasta el fin de los tiempos; la Iglesia romana fue fundada solo por
Cristo; solamente el papa… puede revisar sus decisiones… puede deponer a los
emperadores”[WSC 102]. Se reconocía, por supuesto, que estas sorprendentes
atribuciones tenían que tener una base. Inocencio III, de quien se recordará
que lanzó y dirigió la cruzada albigense, expresó la base: “Somos el sucesor
del príncipe de apóstoles [es decir, san Pedro], pero no somos su vicario, ni
el vicario de ningún hombre o apóstol, sino el vicario de Jesucristo
mismo [WSC 105]. Los papas eran “representantes de Cristo en toda la plenitud
de su poder” [WSC 105], y esa era base de su pretensión a la autoridad total,
el poder coercitivo y el juicio irrevocable.
La excusa para la cruzada albigense, entonces, se puede decir que es una
continuidad de las atribuciones históricas y teológicas de derechos que acaban
de ser bosquejadas. El derecho teológicamente fundado es que la cruzada fue
convocada por Inocencio III, y él, por ser papa, no podía ser “juzgado por
nadie”. Él hablaba en nombre de la Iglesia, y, como los otros papas,
“nunca se ha equivocado ni nunca se equivocará” porque es el vicario de Jesús.
El derecho históricamente fundado es que la herejía del catarismo era un
ataque a la Iglesia. La defensa de la Iglesia y la
eliminación del catarismo estaban justificadas, de modo totalmente
independiente de las consideraciones teológicas, porque salvaguardaban la vida
civilizada, de la que dependía el bienestar de todos. La alternativa era un
retroceso a la barbarie: la anarquía y ausencia de estado de derecho. La fuerza
conjunta de estas consideraciones teológicas e históricas, entonces, puede ser
ofrecida como la excusa para la cruzada albigense.