“Puede que lo que hacemos no traiga siempre la felicidad,
pero si no
hacemos nada, no habrá felicidad.“
Albert Camus
“No respeto nada en el mundo como la felicidad”
Stendhal
Happy Days - Edward Henry Potthast
1910-1920
La felicidad no se reduce al bienestar afectivo de un organismo
adaptado a su medio. El hombre no puede desatender ni su libertad, ni su
responsabilidad ante el compromiso voluntario de su acción. Ser feliz supone
que el hombre sea capaz de lograr un equilibrio que supere sus contradicciones
y sus conflictos. Si el hombre quiere ser feliz, no debe olvidar que la
felicidad es el resultado de una conquista primero sobre él mismo y luego sobre
un mundo en el que debe tener en cuenta no solamente las fuerzas naturales,
sino también a los demás hombres.
Es fácil enumerar las condiciones generales de la felicidad, tal vez se
pueda señalar una buena salud, amor, libertad, comodidad económica, etc.
Evidentemente estas condiciones generales son necesarias. Si un hombre vive en
la miseria física y moral, si su libertad y su dignidad de ser humano no son más
que palabras, resulta hasta indecente hablar de felicidad. Pero, la felicidad está
más allá de estas condiciones generales, la felicidad se vincula a una apreciación
personal, una apreciación subjetiva que varía según la condición social, el
grado de cultura, la edad, etc., y ésta es la razón por la cual ella puede ser
objeto de discusión. Decir que la idea de felicidad tiene un elemento subjetivo
no implica que cada uno de nosotros invente su ideal de felicidad, este ideal
se construye según las formas y los criterios que son suministrados por la
cultura y la sociedad. La concepción de la felicidad varía según la Época y el
tipo de sociedad. Se puede señalar, siguiendo a R. Benedict, dos tendencias
fundamentales en las sociedades, una apolínea y otra dionisíaca.
Las sociedades apolíneas ven a la felicidad como un estado duradero, un
equilibrio que es el resultado de la reunión armoniosa de varios valores que
definen lo que es bueno, bello y útil; un estado de bienestar del espíritu y
del cuerpo, ligado al apaciguamiento de los conflictos interiores, a la
conquista de un equilibrio personal.
Las sociedades dionisíacas, en cambio, buscan un estado de felicidad
salvaje, placeres tan diversos como numerosos. En las sociedades dionisíacas
los placeres no procuran una saciedad definitiva, su búsqueda es infinita. El
recuerdo de los intensos placeres que conocieran está asimilado a un paraíso
perdido, más no saben en qué valores fundar su felicidad futura.
Cuando se trata de sociedades vastas y complejas, estas dos tendencias
se mezclan, si bien siempre predomina una. Así, nuestra civilización occidental
contemporánea está comprometida con una carrera hacia una felicidad de tipo dionisíaco
se suscitan numerosas necesidades que el individuo se esfuerza vanamente en
satisfacer, pero trata a menudo de aplacar su malestar reencontrando los
valores apolíneos: vida simple y tranquila, búsqueda de un equilibrio interior.
Junto a esta tensión entre lo dionisíaco y lo apolíneo existen otros factores
que determinan lo que una sociedad entiende por felicidad. Las circunstancias históricas
son un ejemplo de ello: durante un período de calma, de seguridad y de
abundancia, no se considera la felicidad bajo el mismo ángulo que durante los períodos
de guerra o de penuria. Además, en una misma sociedad, la idea de felicidad
cambia según las clases sociales. La sociología
nos enseña que existe un umbral de miseria por debajo del cual el individuo ya
no tiene ninguna idea de lo que se puede llamar felicidad. Esta relatividad de
las concepciones acerca de la felicidad explica, en gran medida, el halo de
oscuridad que envuelve esta noción.
La felicidad está ligada al tiempo, exige estabilidad y continuidad. Pensar que la felicidad puede
llegar a acabarse es viciar el momento feliz que vivimos, con la angustia de
que cesará. Este carácter temporal permite distinguir entre felicidad y placer.
Felicidad no es placer, ya que este último indica la satisfacción momentánea de
una tendencia particular; sigue siendo limitado, superficial y efímero. La
felicidad es, por el contrario, la tonalidad global de toda una vida, al menos
de un período de ésta y, paradójicamente, es poco común que la felicidad sea
vivida como un presente que se eterniza. Si la desdicha entraña el repliegue
sobre sí mismo y afina la conciencia de sí, el
hombre feliz generalmente se deja vivir sin darse claramente cuenta de su estado,
sin interrogarse acerca de la naturaleza de su felicidad. Prueba del carácter
temporal de la felicidad es la de que se suele hablar en pasado del tiempo
feliz: fuimos felices durante un período de nuestra vida. La felicidad pasada
con las desgracias presentes, y nuestro pasado, decantado por la memoria, se ve
revalorizado. Y en este pasado sacamos nuevas fuerzas, hasta nuevas razones de
esperar. Es entonces en el futuro que proyectamos nuestra felicidad. Vivimos
demasiado a menudo el presente de manera pasiva y neutra. La banalidad
cotidiana, ni feliz ni infeliz, llena de tareas monótonas, se desenvuelve bajo
el modo del aburrimiento, de la distracción o de la espera. Arrastrada por la huída
del tiempo, rechazada en el pasado, proyectada en el futuro, la felicidad
parece, en efecto, difícil de captar.
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