Viendo en cierta ocasión cómo los sacerdotes custodios del templo
conducían a uno que había robado una vasija perteneciente al tesoro del templo,
comentó:
“Los ladrones grandes llevan preso al pequeño.”
Diógenes de Sinope
Estos son buenos tiempos para el cinismo, inmejorables para el sarcasmo
como forma crítica. El “malestar en la cultura” se nos ha vuelto agobiante. El consumismo frenético y la propaganda
ensordecedora de tantos productos nos invitan a comprar, tal vez lo más
prudente sería escapar de la civilización que nos abruma, a la naturaleza, o lo
que nos hayan dejado de ella, porque cualquiera sabe ahora qué es lo natural,
después de tanta perversión civilizadora y tanto progreso desconcertado.
“Trasmutar los valores” fue el viejo lema del cínico Diógenes. Pero, en un
mundo de pacotilla, ¿para qué trasmutar los valores?
Tal vez una característica del
cinismo moderno sea la renuncia al escándalo con que el cínico antiguo, con su
personalidad agresiva, se enfrentaba, en solitario, a la sociedad de su
entorno. Pues, a estas alturas, escandalizar a la sociedad actual parece
imposible. Vivimos en una sociedad abierta y permisiva, que cuenta con
implacables medios para marginar al provocador y ahogar cualquier protesta inconveniente
con ayuda de los medios de comunicación. Hay un cinismo difuso y universal,
pero bien solapado. Son muchos los cínicos, pero van sin el viejo manto y sin
alforja, disimulados y consentidos. Como ya en Grecia, el cinismo que abomina
de la civilización es una planta tardía de la cultura saciada de
convencionalidad y retórica; su afán por la naturaleza y su desprecio por la
urbanidad es un fenómeno urbano. Su feroz y ejemplar individualismo es una
respuesta a la alienante represión general del progreso. El cinismo moderno,
esa mala conciencia ilustrada, busca también, como el antiguo, la senda de la
felicidad. Pero, después de tantos libros, de tantas revoluciones, de tantas
críticas filosóficas, está desencantado de todo, y no mantiene la actitud de
desafío a las normas abiertamente.
El cinismo recibe su nombre por el modo de vida (kynikós bíos) que
llevaban sus figuras, similar al de los perros, o acaso por el nombre del
gimnasio donde se dice que su precursor impartía enseñanzas. Justamente, la
palabra “cínico” (kynikós) viene de “perro” (k!on, kynós), y quiere decir algo
así como “perruno” o “propio de un perro”. Como quiera que sea, lo cierto es
que no es difícil imaginar por qué sus contemporáneos los compararon con el
mencionado animal, pues se caracterizaron por su impudicia y desvergüenza para
ocupar cualquier lugar con el fin de realizar cualquier propósito. Por otra
parte, con la mordacidad que puede traer la más absoluta franqueza de palabra
(parresía), no cesaron de criticar a los hombres muelles, ni de exhortarlos a
que llevaran una vida virtuosa. Se hicieron también de un género literario
propio (kynikòs trópos), denominado “serioburlesco” o “seriocómico”
(spoudogéloion) porque utilizaba la risa como vehículo de lo serio, para así
llegar más fácilmente a sus interlocutores y poder extirpar los errores que se
asentaban en el alma. La versatilidad que le permitía a este género adoptar
variadas formas literarias hizo que la influencia y alcance de la filosofía
cínica en la literatura no tuviera precedentes. En los últimos tres decenios se
ha venido suscitando un resurgimiento del interés por el cinismo antiguo.
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