"No es
magnífico ser arrasado por el asombro
Frente
a la presencia de tu padre.
Ningún
otro Odiseo vendrá jamás, ya que él
Y yo
somos uno solo, el mismo."
La
Odisea, Homero
Libro
XVI
“Todo lo que
vemos hermoso en lo que nos rodea
ya es bello
en nuestro corazón.”
Maeterlinck,
La Sagesse et la Destinée
Mi Padre
Al lado de un hospital, vecino a un
cementerio, viví mi niñez y juventud, solo con mi padre. Tenía dos años apenas cuando mi madre murió. ¿Cómo
podría en verdad recordarla? ¿Y cómo
podría en realidad olvidarla?
La recordaría sin recuerdos, la vería
sin imágenes, la sentiría en las caricias que no llegaban, en el refugio que no
tuve, en el sostén del cual quedé desposeído, en la tristeza que no podría ser
compartida y en la alegría que no podía ser centuplicada.
La madre se continúa en sus caricias y
con ellas termina de modelar a su hijo. Pero
sería yo, el hijo, quien debería crear a
su madre; madre toda hecha de caricias constantes, yo le terminaría de modelar
con mis goces sin eco, mis dolores sin apoyo y mis caricias imposibles.
Los amores humanos a humanos seres, por
grandes que sean, alcanzan, fatalmente, demasiado pronto sus límites; los
amores humanos a los seres que en alguna medida van dejando de serlo, pueden
extenderse en una libertad sin medida.
Y fue así como, sin saberlo, pasó mi
madre a ser como mi hija, y a mi vez pasé a ser como el hijo de mi propia y
primigenia creación.
La creé con toda la gracia que siempre
me será ignorada y con toda la ternura que siempre será desconocida. Y continúe así hasta que ella concluyó por
rodearme completamente y todo lo vi teñido de su absoluta transparencia. La
tuve siempre en torno mío como propia y dilatada emanación. Como un hijo que se gesta en las entrañas
carnales, mi madre alimentó su esencia en lo mejor de mi espíritu, y toda mi
vida se resintió de ese esfuerzo gigantesco, en el cual parecía engendrar mi
propio origen.
Contadísimos hombres lo comprendieron;
y muchas mujeres, con sólo sospecharlo, terminaron por callar y alejarse, a la
vez sigilosas y prudentes.
Nadie ama con facilidad a los que
concluyen por bastarse con su soledad y con ella viven, conversan, sonríen y
disfrutan satisfechos.
Desde entonces tuve conmigo, a la vez,
el goce de la soledad y el de la ternura; me sentía débil y desposeído, al
mismo tiempo que fuerte y acompañado. Hablaría conmigo mismo como si me
arrullara, y luego escucharía absorto y embelesado como si me estuviera
enseñando. Tan cercano tendría el goce de la pena, que mis risas repentinas
sorprendían mi rostro, todavía cuajado de lágrimas detenidas.
---
Pedro, ¿duermes?
Yo
callaba. No deseaba contestar.
Mi lecho estaba al lado del lecho de mi
padre. En la oscuridad, antes de dormir, por largo rato, mi padre gustaba de
hablar conmigo, y yo gustaba de hablar con él.
No eran conversaciones entre padre e
hijo. Eran voces alucinantes, nacidas de la sombra y que a la sombra volvían,
siempre como desencarnadas. Así aprendí desde mi primera infancia a conocer y a emplear esa
voz desconocida y olvidada que brota en nosotros cuando la oscuridad nos
penetra y libera. Y así lo hicimos por largos años.
Y era gratísimo realizarlo; era como
alcanzar la mayor desnudez; desnudez que proseguíamos después de habernos
despojados de nuestros vestidos y actitudes. Y así adquirí el uso de esas
partes ignoradas de la conciencia, que sólo se iluminan si actuamos en la
atmósfera que las sombras alimentan. Y hablando, hablando penetraba en el
sueño; y durmiendo hablaba, y aun andaba. A veces volvía en mí, lejos, lleno de
pavor. Pero mi padre acudía y me traía al lecho, mientras yo permanecía largo
rato despierto, turbado de no comprender.
Y como mi padre era extraordinaria e
increíblemente fuerte, yo le admiraba, porque los niños admiran ante todo la
fuerza. Y como era decidido y valiente, le admiraba aún más; porque el valor
engrandece. Y como era activo y laborioso, le seguía sin descanso; porque nada
embruja tanto a los niños como la labor ajena. Y como era justo y tenía la
bondad enérgica y segura, sus caricias adquirían una potencia profunda.
Muchas veces, en la noche, le sorprendí
despierto e inquieto.
--- ¿No duermes?
---No puedo dormir.
Solo ahora veo que cometí una
injusticia y debo, con vergüenza, repararla.
Entonces mi admiración llegaba hasta el
asombro al ver que ese Hércules de mi padre fuese capaz de vencer los pequeños
pensamientos que él mismo extraía de la noche que nos cercaba.
Muy de madrugada, oscuro aún, solía yo
medio despertar cuando él se levantaba para ir a nuestra chacra.
--- Continúa durmiendo (me ordenaba)
Pero como su caballo era blanco, yo
veía su claridad cuando cruzaba al galope bajo mi ventana. Y sentía un
gratísimo reconocimiento por el resguardo que me había prestado durante el
peligroso reinado de la noche vencida. Y, sonriente, obedecía la orden de
proseguir durmiendo, cobijado por la languidez, dulzura y seguridad del alba.
--- Defíname qué es el bien --- le
pregunté un día en el que me sentí orgulloso después de leer los primeros
libros de pretensiones filosóficas, libros que debiera seguir leyendo durante
tantos años.
--- ¿Definir el bien? ¿Sabes lo que pretendes? Suena como otra palabra cualquiera; pero no
es una palabra, es algo vivo, acaso más vivo que nosotros mismo. Espera...
diría que el bien es una alegría que ya sentimos antes de hacerla; que la
sentimos cuando la estamos ejecutando; que la sentiremos después que haya sido
hecha; alegría que nos acompañará cuando la recordemos y aun después, cuando la
hayamos olvidado. Es una alegría que existe entes de venir nosotros a la vida y
continúa después de haberla abandonado. ¡Es más grande que nosotros!
Usaba palabras vivas. A las palabras
vivas no se las puede recordar porque pasan pronto, como las del amor, alimento
puro, a ser vida en nosotros. La vida es un olvido oscuro de las palabras
vivas. Mil palabras de mi padre se han confundido conmigo. No las recuerdo
todas, tal vez solo las vivo.
Otra vez, mi padre, siempre fuerte,
triste y laborioso, me pidió que lo acompañara a una fiesta que se celebraba en
el campo, bajo grandes árboles. Como eran muchas las gentes que lo querían,
todos nos rodearon cuando llegamos. Al término de la fiesta, después de haber
cantado una hermosa joven, que con el tiempo se haría famosa, por su arte y
simpatía, mundialmente famosa, pidieron por broma, alegremente, que mi padre,
cantara. Mi padre callaba sonriente, y yo sufría de ver sometido a mi gigante a
esta prueba absurda. Pero, con asombro de todos, mi padre cantó. Cantó con una
voz limpia, llena, honda y emocionante, que hizo nacer en todos un escalofrío
de tristeza, calofrió que no he podido olvidar nunca. Jamás antes le había oído
cantar, y en adelante no lo oiría otra vez.
Pero desde aquel día lo amé más, como
si pudiera amarlo más amándolo honda y secretamente, al sospechar que él
guardaba en su interior riquezas y milagros desconocidos, causados por su
silenciosa tragedia.
Pero mi padre enfermo gravemente. Una
tarde me dijo: “viviré quince días. Recuérdame, después, cuando me necesites”.
Y murió el día preciso por él fijado. Murió dando una gran voz que pedía su
caballo blanco. Después, espontáneamente, desengancharon los negros caballos de
la carroza, y tiraron de ella hasta el cementerio.
Fue
excesivo mi dolor para ser solo llorado.
¡Y
no había más que lágrimas! De una sola vez se llevaron con él todo: a mi padre,
y en su melancolía, la presencia de mi madre, que en las tardes yo veía
aparecer en la luminosidad húmeda que surgía de sus ojos; y se llevaron con él
a mi hermano mayor, como él gustaba que le llamase; y a un Hércules increíble
que yo solo, sólo yo poseía; y a un compañero único, fiel y constante; y a un
maestro, a un gran maestro ignorado y misterioso que me enseñó, sólo con su
amor, a emplear y ampliar desde niño el registro de nuestra pobre y limitada
conciencia humana.
Creí enloquecer. Como un desatentado
fui al Norte, y me robaron, y fui al Sur, y, sin rumbo, atravesé varias veces
las cordilleras australes, hasta volver, por fin, del Nauquén, como si
despertara de una pesadilla, convertido
en un simple e infeliz arriero.
Lenta, lentísimamente pasaron dos años
antes de ordenar los escombros de la hecatombe.
Fue desde entonces que el que antes
atravesara, semi consciente, la frontera de la vigilia y el sueño, y el que con
su ejercitada emoción creadora forjó a su propia madre, quien comenzó, en su
desesperación, a ejercitarse entre las fronteras de la vida y la muerte: “Cuando
me necesites, recuérdame”, me había dicho. Y principié un amplísimo juego, como
si yo pudiese ir de uno a otro extremo, sin cambiar; como si fuese
participando, poco a poco, de un mundo nuevo, de una dimensión inexpresable;
como si estuviese muerto en vida, y como si mi vida fuese capaz de vivificar la
misma muerte.
Sin duda, un hermoso trabajo donde las palabras soledad y tristeza se entrelazan fuertemente .
ResponderEliminarRecreación de una madre desconocida...de caricias ignoradas,de besos inexistentes y de dulzuras añoradas para tener para sí,su propio concepto de madre.
Ante su ausencia,su padre se alza en una dimensión fuera de todo límite humano... Aparece
como un gigante, fuerte y poderoso
que lo rodea con
su abrazo protector y amoroso...Un hombre callado y melancólico que arrastraba su soledad sin ostentación y que partió antes de tiempo llevándose toda su riqueza que no alcanzó a conocer... Su presencia bienhechora lo acompañaría hasta después de su muerte :
" Cuando me necesites , recuérdame ".
Su temprana partida lo hizo sucumbir...
¡ Quedaba tanto por aprender de él!
Su vida se transformó en un caos. La locura se presentó como una grata compañía ... Huyó buscando consuelo a este dolor indescriptible;a la sensación de vacío por la pérdida irreparable de su padre... Tratando de recuperar su vida rota, el tiempo le susurra que deberá continuar su camino con este dolor que se mitigará lentamente, pero que jamás lo abandonará ...