“La muerte sola es caos.
¿Alguien ha visto un caos?
No tiene piernas, brazos.
Muerte en silla de ruedas.
Muerte, no tiene caso
ni suerte, y ruedas, ruedas.”
Cinco poemas
Armando Uribe
“Esta tarde no más aprendí
que vagar solo, triste,
es apenas un modo de la soledad,
la soledad es cómo te vas
y para no quererme más
porque la muerte
es estar siempre nunca jamás.”
que vagar solo, triste,
es apenas un modo de la soledad,
la soledad es cómo te vas
y para no quererme más
porque la muerte
es estar siempre nunca jamás.”
Qué pasó con el sol
Quelentaro
“Tanto dolor se agrupa en mi costado,
que por doler me duele hasta el aliento.”
que por doler me duele hasta el aliento.”
Elegía
Miguel Hernández
Se piensa primero en la muerte, porque ese
es, si no el origen de la palabra, por lo menos su campo semántico ordinario.
Estar de duelo es estar sufriendo, ¿y qué peor sufrimiento?
Pero la palabra es susceptible de mayor
amplitud. Hay duelo cada vez que hay pérdida, rechazo, frustración. Entonces lo
hay siempre: no porque algunos de nuestros deseos no sean jamás satisfechos,
sino pero porque nunca lo serán todos ni definitivamente.
El duelo es esa franja de insatisfacción o
de horror, por lo cual lo real nos hiere, y nos posee con tanta mayor fuerza
cuanto más nosotros nos atenemos a lo real.
Es lo contrario del principio de placer, o
más bien, ese por qué o contra qué.
El duelo es la afrenta que hace la realidad
al deseo, para así señalar su supremacía. Por esto el duelo se sitúa al costado
de la muerte en primer lugar, y… por mucho tiempo: la muerte es el fracaso
último que borra todos los otros.
El duelo es como una muerte anticipada,
como un fracaso tanto más doloroso cuanto no es.
Estar de duelo es estar sufriendo en el
doble sentido de la palabra, como dolor y como espera. El duelo es como un
sufrimiento que espera su conclusión.
El duelo señala el fracaso del narcisismo
donde el “yo” pierde su trono, el “yo” queda desnudo.
¿Cómo saberse vivo sin saberse mortal?
El hombre es un estudiante, el dolor y la
muerte sus maestros. No los únicos por cierto, felizmente también el placer y
la alegría lo son, y tal vez nos enseñan más.
La muerte no es una disciplina entre otras,
una verdad entre otras, es el horizonte de todas y, para el hombre, el destino
mismo del pensamiento.
El duelo es la lengua extranjera que no
necesitamos aprender.
Una vez que la muerte ha pasado, ya nada es
semejante: nada es como era.
El duelo señala que no somos Dios y el
precio que debemos pagar. El hombre es ser mortal y amante de los mortales. El
duelo es lo propio del hombre.
La muerte ingresa a la vida como un
torbellino, se siente en su casa y tiene razón, la vida habita la muerte.
El duelo es la herida por la cual la vida
se comprueba mortal; prisionera de lo real. Y su rehén.
Montaigne escribió: “Y después nosotros
tememos tontamente una especie de muerte cuando ya hemos pasado y pasado por
tantas otras. La flor de la edad se muere cuando pasa y cuando sobreviene la
vejez; y la juventud se acaba en flor de la edad del hombre hecho. La infancia
en la juventud, y el día de ayer en el de hoy que morirá en el mañana. Nada hay
que permanezca y que sea siempre uno.”
El tiempo se va, el ser se va; el tiempo es
el duelo del ser.
“No sabemos renunciar a nada” decía
Freud, somos desgraciados porque sufrimos, y sufrimos aun mas por
ser desgraciados. De ahí las lágrimas, sentimiento de rebelión contra el
horror. En esto la muerte ofrece una vez más el modelo más nítido, el más
atrozmente nítido.
El “trabajo de duelo” (escribió Freud) es
el proceso psíquico por el cual la realidad se impone, y es preciso que se
imponga, que nos enseñe a vivir a pesar de todo, a gozar a pesar de todo, a
amar a pesar de todo, es el regreso del principio de realidad y el triunfo por
ello.
La vida se impone.
La alegría se impone.